Hace 10 años, llegué a México por primera vez. Con una pesada mochila sujeta a la cintura, crucé a pie el largo puente de cemento que separa México de Guatemala, escribe Madeleine Penman[1] para IPS.
Cando crucé la frontera, un hombre con la camisa desabrochada hasta el vientre y el sudor cayéndole por el pecho miró mi pasaporte (una ojeada de no más de dos segundos), luego lo selló con una sonrisa y me dijo alegremente: “Bienvenida a México”.
Mi entrada en México no podía haber sido más fácil, porque soy de Australia y no necesito visado. Sin embargo, para los cientos de miles de hombres, mujeres, niños, niñas y familias enteras que huyen de la violencia y cruzan la frontera sur de México, procedentes de algunos de los rincones más peligrosos del mundo, la historia es muy distinta.
Vivimos unos tiempos de odio y miedo extremos A menos que escuchemos los relatos de la gente y actuemos, nuestras sociedades y políticas seguirán creando muros de prejuicios, en lugar de puentes de protección y justicia. Después de este viaje a lo largo de la frontera sur de México, más que nunca, me comprometo a dar la bienvenida a las personas refugiadas, en mi corazón y en mi sociedad. Confío en que tú puedas mirarlas a los ojos y darles también la bienvenida.
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