Hubo en Brasil un golpe de clase de los adinerados, amenazados en sus privilegios por los beneficiados por las políticas sociales de los gobiernos del PT, que los llevó a ocupar lugares de los que antes estaban excluidos. Para ello usaron el parlamento, como en 1964 los militares. La destitución de la presidenta Dilma, democráticamente elegida, sirvió a los propósitos de estas élites económicas (el 0,05% de la población según el IPEA), lo cual implicaba ocupar los aparatos del Estado y garantizar así su status histórico-social hecho a base de privilegios y de negocios turbios.
Habiendo naturalizado la corrupción, no tuvieron escrúpulos en modificar la constitución e introducir reformas que eliminaron derechos de los trabajadores y modificaron profundamente los beneficios de la Seguridad Social.
La corrupción, detectada primeramente por los órganos de espionaje de Estados Unidos y traspasada a nuestro sistema jurídico, permitió instaurar un proceso judicial que recibió el nombre de Lava-Jato. Ahí se detectó la trama inimaginable de corrupción que atraviesa las grandes empresas, desde las estatales a las privadas, los fondos y otros órganos, dentro de la lógica del patrimonialismo. La corrupción identificada fue de tal orden que escandalizó al mundo. Llegó a quebrar estados de la federación, como por ejemplo el de Río de Janeiro.
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