El 13 de febrero, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos acusó como cabecilla del narco al vicepresidente ejecutivo de Venezuela, Tarek El Aissami, y anunció “sanciones” contra él: retirarle la visa y confiscar los bienes que poseyera en territorio estadunidense. Días antes, un grupo de legisladores de ese país, entre los que destacan los contrarrevolucionarios de origen cubano Ileana Ros-Lehtinen, Robert Menéndez, Marco Rubio, Mario Díaz Balart y otros por el estilo había dirigido una carta el presidente Donald Trump en la que solicitaban mano más dura contra Venezuela y arremetían contra El Aissami, al que acusan de vínculos con el narcotráfico y el terrorismo internacional. Los autores de la misiva, además de su incesante actividad contra Cuba, convertida en un pingüe negocio, apoyan a los grupos que adversan a todos los procesos progresistas en nuestra América.
Al día siguiente el presidente Nicolás Maduro rechazó por “ilegales, inauditas e infames” las acusaciones y manifestó que su gobierno tomaría “todas las acciones legales para desmontar esta infamia”. Por instrucciones de Maduro la valiente y brillante canciller Delcy Rodríguez entregó de inmediato dos notas de protesta al encargado de negocios de Washington en Caracas en las que se exigía respeto para el vicepresidente El Aissami y una rectificación de su gobierno.
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