dijous, 10 d’octubre del 2019

Desde Quito, crónica del Estado feroz


Mientras tratamos de organizar humildes cocinas familiares que sumen a los lugares grandes de acogimiento para proveer a todos los compañeros indígenas, mujeres, hombres, wawas, que desde todo el país han ido llegando a Quito, no dejan de ocurrir cosas.
Hacemos cuerpo con otra gente en los lugares del conflicto, protestamos y nutrimos un núcleo de rechazo barrial, nos replegamos a cocinar para cubrir algo de lo mucho que se precisa: una colada, unos almuerzos, un poco de ropa, alcohol, medicamentos…
Cada minuto en estos días es un estallido, estallido en los territorios y en las ciudades. Estallido de posibilidades, de dolores y de rabia.


El gobierno se ha desplazado a Guayaquil, y los líderes de la oposición lanzan ampulosos mensajes desorientadores: llamadas al orden anti-delincuencial y justificación del estado de excepción junto a críticas tibias que suenan a quien quiere situarse de la mejor manera para el día después. El correismo de pronto vuelve a entonar canción protesta.
La tesis de la seguridad, el vandalismo y el saqueo para descalificar las protestas es la que maneja, ya con abierto tono dictatorial el gobierno y replican como loros los medios de comunicación. Se apela al deseo de ley y orden que habita entre quiénes bien saben que estas medidas (“el paquetazo”) son una puñalada, pero temen el levantamiento a medida que se acrecienta la violencia del Estado. La civilidad y el “proteste como se debe” cunde en los medios oficiales. No es justo suspender las clases, no poder trabajar, dejarme sin comida, dice alguien en las redes, mientras admite que tampoco es justo que nos impongan el ajuste y que la crisis la paguemos desde abajo.

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