dimecres, 22 de gener del 2020

Para una nueva declaración universal de los derechos humanos (I)


El gran filósofo del siglo XVII, Baruch Spinoza, escribió que los dos sentimientos básicos del ser humano (afectos, en su terminología) son el miedo y la esperanza. Y sugirió que es necesario lograr un equilibrio entre ambos, ya que el miedo sin esperanza conduce al abandono y la esperanza sin miedo puede conducir a una autoconfianza destructiva. Esta idea puede extrapolarse a las sociedades contemporáneas, especialmente en una época en la que, con el ciberespacio, las comunicaciones digitales interpersonales instantáneas, la masificación del entretenimiento industrial y la personalización masiva del microtargeting comercial y político, los sentimientos colectivos son cada vez más “parecidos” a los sentimientos individuales, aunque siempre sean agregaciones selectivas. Es por ello que actualmente la identificación con lo que se oye o se lee resulta tan inmediata (“eso es precisamente lo que pienso”, aunque nunca antes se haya pensado sobre “eso”), al igual que la repulsión (“tenía buenas razones para odiar eso”, a pesar de que nunca se haya odiado “eso”). De este modo, los sentimientos colectivos se convierten fácilmente en una memoria inventada, en el futuro del pasado de los individuos. Por supuesto, esto solo es posible porque, a falta de una alternativa, la degradación de las condiciones materiales de vida se vuelve vulnerable a una reconfortante ratificación del statu quo.




Si convertimos los sentimientos de esperanza y miedo en sentimientos colectivos, podemos concluir que tal vez nunca haya habido una distribución tan desigual del miedo y la esperanza a escala global. La gran mayoría de la población mundial vive dominada por el miedo: al hambre, a la guerra, a la violencia, a la enfermedad, al jefe, a la pérdida del empleo o a la improbabilidad de encontrar trabajo, a la próxima sequía o a la próxima inundación. Este miedo casi siempre se vive sin la esperanza de que se pueda hacer algo para que las cosas mejoren. Por el contrario, una diminuta fracción de la población mundial vive con una esperanza tan excesiva que parece totalmente carente de miedo. No teme a los enemigos porque considera que estos han sido anulados o desarmados; no teme la incertidumbre del futuro porque dispone de un seguro a todo riesgo; no teme las inseguridades de su lugar de residencia porque en cualquier momento puede trasladarse a otro país o continente (e incluso comienza a barajar la posibilidad de ocupar otros planetas); no teme la violencia porque cuenta con servicios de seguridad y vigilancia: alarmas sofisticadas, muros electrificados, ejércitos privados.

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