En una reciente entrevista con la BBC, el saliente embajador de Israel ante la ONU, Danny Danon, resumió la política de su país con total claridad: toda la tierra [de la Palestina histórica] le pertenece a Israel porque Dios se la dio. La Biblia es su título de propiedad. Así que todo este debate en torno a la posible anexión es estéril: la tierra ya le pertenece a Israel (y a todo el pueblo judío, agregó), de modo que la única cuestión es cuándo «extender la soberanía a Judea y Samaria» (nombres bíblicos usados en Israel para hablar de Cisjordania). Cuando el periodista le pregunta por el Derecho Internacional, Danon responde: «Tenemos derechos bíblicos a la tierra. Seas cristiano, musulmán o judío, si lees la Biblia verás que todo está allí. Solo tienes que leer el libro de historia.»
No se necesita nada más. Danon dejó claro que el sionismo jamás tuvo la menor intención de compartir o ceder una parte de la tierra histórica de Palestina, porque le pertenece por derecho divino.
No obstante, desde que el gobierno israelí presidido por el primer ministro Netanyahu anunció que el 1° de julio podría concretar la anexión formal de una tercera parte de Cisjordania (ya ocupada desde 1967), las protestas y condenas se multiplicaron en todo el mundo. Incluso la tan temida y nunca pronunciada palabra ‘sanciones’ se escuchó en algunos gobiernos de la Unión Europea, tal vez porque las presiones de parlamentarios/as y sociedad civil para que tomaran medidas fueron considerables.
El problema –y el peligro− es caer en la trampa de reducir la limpieza étnica y el colonialismo de asentamiento que el sionismo lleva a cabo en Palestina desde hace siete décadas (es decir, la anexión de facto) a la mera anexión de jure. Y es que históricamente Israel se las ha arreglado para achicar cada vez más las exigencias de la comunidad internacional respecto a sus deberes hacia el pueblo y el territorio palestinos:

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