Ecuador es un ejemplo más de la incapacidad que tiene el neoliberalismo para brindar estabilidad política, social y económica. Y también lo es de cómo el FMI puede llegar a ser un “arma de destrucción masiva” en tiempo récord. Y más aun si el país fue previamente transformado con políticas progresistas bajo principios de soberanía. Como muchas veces nos precipitamos a creer, la ciudadanía no olvida tan velozmente. El ciclo progresista ecuatoriano, bajo la impronta del correísmo, no se terminó por ahora, a pesar del giro de 360 grados que ha pretendido imponer Lenín Moreno -quien, por cierto, vale la pena recordar que no fue electo para ello-.
Precisamente, este es uno de los puntos nodales en el que radica buena parte del dilema ecuatoriano. El presidente no ganó la cita electoral con un programa neoliberal, ni tampoco planteando la salida de la Unasur y la adhesión al Grupo de Lima, y mucho menos pactando con toda la vieja política. Obtuvo el respaldo en las urnas con una propuesta que traicionó desde el minuto uno de juego. Y es realmente ese hecho político el que le ha condicionado desde el principio.
Así, la figura presidencial se fue debilitando a gran velocidad porque toda la ciudadanía sabía que no era el presidente quien gobernaba, sino que esta responsabilidad era de otros. En la última encuesta Celag, en marzo de este año, ya se constataba esta percepción tan generalizada: ante la pregunta de quién gobierna en Ecuador, el 46% manifestaba que los grandes grupos económicos, el 27% Estados Unidos y el 26% el viejo político socialcristiano Jaime Nebot.

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