El derrumbe de un cerro sobre más de 150 viviendas en el caserío de El Cambray II nos ha golpeado a todos, como cada vez que sucede una tragedia de dimensiones catastróficas. Así ha sido ante la violencia de los terremotos, los huracanes y las frecuentes erupciones volcánicas cuyas consecuencias permanecen multiplicándose en un remanente de pobreza y privaciones en cada una de las víctimas. La solidaridad, claro está, surge de inmediato como un torrente de empatía hacia quienes lo pierden todo, pero poco a poco la cotidianidad se traga el impulso y solo va quedando el recuerdo y un temor lejano que luego se apaga.
Los ejemplos de corrupción revelados estos últimos meses nos enseñan que en Guatemala la pobreza es producto de la manipulación indecente y ofensiva de la riqueza colectiva. En un país tan rico, no hay razón para tanta pobreza. Los efectos de ese desequilibrio están a la vista: autoridades negligentes e ignorantes sobre los alcances de sus acciones. Familias enteras obligadas por sus circunstancias y carencias, a instalarse en donde nadie más quiere vivir.
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