Tengo muy presente uno de los lemas de La Vía Campesina. Para este movimiento de más de 200 millones de campesinas y campesinos que defienden sus agriculturas a pequeña escala, un argumento central para reorganizar los sistemas agroalimentarios es recordar que «los alimentos no son una mercancía».
Pero observar las cotizaciones de la soja, el trigo o el maíz en las bolsas de valores de Chicago y Nueva York refleja exactamente lo contrario: con la comida se juega, y se juega mucho; se apuesta con ella como con los resultados de un partido de fútbol o la cotización de una empresa. Considerar los alimentos como una mercancía más equivale a expresar que la alimentación, un derecho universal y una necesidad vital, debe ser resuelta por las leyes del mercado, y desde este paradigma el resultado final no es bueno, es dramático: más de 850 millones de personas en el mundo no pueden alimentarse correctamente, pasan hambre y muchas de ellas hoy están, cual golondrinas, en las rutas migratorias.
Poner atención en el mensaje de La Vía Campesina nos interpela a explorar o cambiar de enfoque. Como explica José Luis Vivero Pol, sería el equivalente a entender la alimentación como un bien común, pues los mares, las tierras, el agua y las semillas que permiten su producción son efectivamente de todos, o, mejor aún, no son de nadie.
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